Vivía en la ciudad, por aquel entonces, una viuda cristiana que tenía dos hijos llamados Justo y Pastor. Éstos, de siete y nueve años aproximadamente, tras oír a los soldados, se presentaron ante la residencia del gobernador haciendo pública sus creencias y su negativa a renunciar a su fe.
Tal revuelo estaban armando y tanta era la gente que se estaba empezando a reunir, que los soldados de la puerta los hicieron pasar y los presentaron ante el gobernador. Una vez delante de él, los niños confirmaron sus creencias en Jesucristo y afirmaron que nunca abandonarían su religión.
El gobernador, para darles un escarmiento, ordenó que se los llevaran y les azotaran y que, una vez se hiciera esto, los volvieran a traer para comprobar si habían cambiado de opinión. Así se hizo y, de nuevo ante Daciano, los niños volvieron proclamar su religión y su decisión inquebrantable de no abandonarla.
Cansado de la situación, el gobernador mandó que los encerraran y que, tras pasar la noche en la celda, los volvieran a traer a su presencia. A la mañana siguiente, intentó Daciano hacerles cambiar de opinión ofreciéndoles regalos. Pero como éstos se mantenían firmes, mandó azotarlos esta vez con más fuerza. Como los niños no se acobardaban y su autoridad, ya que la noticia había corrido por el pueblo, empezaba a verse en peligro ordenó, finalmente, su muerte.
Los soldados aprovecharon la noche para ejecutar las órdenes que habían recibido y se llevaron a los niños a las afueras de la ciudad. Tras ajusticiarlos, enterraron en el lugar de los hechos sus cuerpos y la piedra que habían utilizado en su decapitación. Esto, se dice, ocurrió un 6 de agosto, entre los años 296 al 306 d. J.C. en el llamado Campum Laudabile.
Como las niños no aparecían, la gente del pueblo, encabezados por su madre, se reunieron y pidieron razón de ellos. Tal era la violencia de sus exigencias que Daciano tuvo miedo y huyó.
Durante años la historia del sacrificio de los Santos Niños acompañó a los habitantes de Alcalá. Ya en el siglo V, el arzobispo toledano don Astúrico Anulio, llevado por una aparición, encontraría sus restos. Ante tal hecho, el arzobispo ordenó la construcción de una capilla en ese lugar, donde venerar las preciadas reliquias, y, posteriormente, abandona su sede arzobispal y se traslada a Alcalá para dedicar su vida a exaltar la devoción de los mártires.
La ubicación de esta capilla coincidiría en su ubicación con la actual cripta de la Magistral.